El descaro del ratón.
Tras 15 años de
abandono estacional, mi casa del pueblo nos ha presentado por primera vez un
inquilino. Éste se había servido con los desprotegidos víveres que allí
guardamos para cuando vamos en festivo. Comer hay que comer, y digamos que los
servicios de comida a domicilio de mi pueblo brillan por su ausencia. Este animal
encontró allí su sustento para los próximos meses. Las cáscaras de lentejas que
encontramos fueron la irrefutable prueba forense que encontramos. Ambos, el
ratón y mi familia, nos sorprendimos mutuamente. El animal probablemente no se
esperaría que nadie apareciera en aquella vivienda, donde durante meses no
había habido un ruido. Y, evidentemente, nosotras no esperábamos encontrar que
otro mamífero utilizaba nuestro hogar como vivienda sin previo contrato de
alquiler.
El roedor hizo una
tímida aparición por el salón, entre el sofá y la puerta, uno de los lugares
por él transitados, calentito, al resguardo de la luz, del ruido y seguramente
cómodo. Mouse evitó instintiva y exitosamente los gritos, los intentos fallidos
por causarle lesiones, que yo emití. Se resguardó en una taquilla, un invento
de hace dos siglos para aprovechas los huecos entre muros. Esto no fue más que
un suave castigo para un ser que cabe por una cerradura.
Privado ya de su
alimento, Mouse anduvo como perdido, buscando algo que no encontraba, viéndose
obligado a explorar lugares de la, para él, mansión en la que se encontraba. Al
día siguiente, mientras yo, ser humano, cenaba, Mouse sintió hambre
(seguramente no había comido desde hace más de 24 horas, no sé cuán largo se
hace este trance para un pequeño roedor). Así que, naturalmente, se asomó para
ver qué podía comer. No digo esto de forma figurada, literalmente, Mouse asomó
el hocico, olisqueando y pidiéndome con la mirada su ración por una esquina de
la chimenea. Volvieron los gritos, golpes, maldiciones, y le abrimos la puerta
del patio para que tuviera una vía de escape.
Al día siguiente,
laborable ya, sembramos la casa de veneno para ratones. Y sin alejarnos más de
dos metros del palo de la fregona, aguardamos un día más. Pero Mouse parecía
desaparecido, se llevó con él un saco de “comida rosa”. Y nunca lo volvimos a
ver.
Si piensas que durante
estos días, Mouse se sintió atacado, fuera de lugar, pequeño, amenazado, cuestionado
o expulsado de su hogar, estás totalmente equivocada, o equivocado. Yo no me
imaginaba hasta qué punto ese minúsculo animal se creía que estaba en su casa
hasta que lo vi. Ni los golpes, ni los gritos, ni los cepazos con el cepillo,
ni el hecho de quitarle la comida, ni las maldiciones provocaron ni por tan
solo un instante ni el más ínfimo sentimiento de culpabilidad, de ser
inapropiado, de no ser deseado, de ser despreciado por aprovecharse de los
bienes de otros, de estar donde no le corresponde, de no ser querido … es
abismal la diferencia entre los sentimientos que yo tenía hacia él y los que él
manifestaba.
Si Mouse no se comió el
veneno y aún sobrevive, sencillamente habrá buscado otro sitio donde comer y resguardarse
de los inconvenientes, sin despeinarse ni uno de los repugnantes pelos que le
cubren la piel.
¿He de convertirme en
ratón para tener ese descaro? Ojala me hubiera pegado algo de ese descaro antes
de desaparecer …
Feliz Domingo