domingo, 25 de noviembre de 2018

25 Nov 2018

La solución a la violencia de género no pasa sólo porque quien la sufre denuncie, que también; pasa por prevenir que los agresores ejerzan esta violencia. Mientras sigamos poniendo el foco en la víctima en lugar de en quien la causa, sólo conseguiremos abonar un victimismo que (de hecho) contribuye a perpetuar los roles de género que originan este problema.
Lo que tenemos que hacer en enseñar a no maltratar. Quien dice que la denuncia es lo más importante, está, silenciosamente, siendo cómplice de quien maltrata, ya que la denuncia no impide el maltrato.
En todas las campañas que he visto que tienen como finalidad erradicar algo, se hace foco en la prevención: en el sida, el abandono animal, los incendios forestales … ¿Por qué en la violencia de género no se sigue el mismo enfoque? ¿Será otra muestra el patriarcado?
Invito a todos los hombres a que se pongan en los zapatos de las mujeres durante varios días. Debería hacerse un experimento realista, donde los hombres sientan cómo se nos habla (en el trabajo y en la calle), cómo se nos trata, … durante al menos 21 días. Creo que las cosas serían diferentes.
Espero que el año que viene no tengamos que lamentar más de 40 asesinatos como llevamos en 2018 en España.
Feliz domingo.

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domingo, 11 de noviembre de 2018

Ella, él y el perro (siguiente versión del relato "ella huyó hacia delante")


Ella comenzó a salir con él como quien se apunta al gimnasio, para tener una vida más saludable.
Él deseaba crear un hogar. Su numerosa familia también lo esperaba. Así lo comentaban todos, entre risas y bromas, cada año en las comidas de navidad y en las celebraciones de cumpleaños. Él soñaba con una pareja estable, que le ayudara a elegir los electrodomésticos, a decorar las habitaciones del piso como si fueran de revista y a turnarse para conducir el coche familiar en los viajes de verano.
Ninguno de los dos se preocupó demasiado en descubrir las motivaciones del otro, ni qué objetivos tenían en la vida, aunque sus necesidades, a priori, parecían complementarse. Ella anhelaba estar cerca de alguien que la besara, una persona a quien abrazarse y con quien hacer el amor cada vez que su cuerpo se lo pedía. Él buscaba una pareja que presentar a su familia, que estuviera a su lado, sonriente y agradable.
No habían pasado dos meses desde que se conocieron cuando ella se mudó a su piso. Se trataba una ático un poco viejo, con terraza y bien situado, heredado de un tío-abuelo tres meses atrás, que con un lavado de cara quedó listo para decorarlo a su antojo.
A ella le gustaba montar muebles de los que traen un manual de instrucciones. Fueron la única pareja del centro comercial que no se peleó el sábado por la tarde comprando mobiliario. Mientras él comprobaba que las medidas de la estantería encajaban en el salón, ella calculaba cuántos libros podrían colocar. La elección del color fue fácil. El marrón combinaba con las cortinas y el sofá, algo que a él le parecía imprescindible y a ella le traía sin cuidado.
Unos días más tarde surgió la propuesta de comprar un lavavajillas. Él esperaba invitar a menudo a sus familiares a comer o cenar. También que en unos años su descendencia ocupara las habitaciones de invitados. Ella bajó la mirada y le escuchó sin articular palabra.
En una ciudad cercana, había una protectora de animales en la que trabajaba una amiga de ella. El domingo siguiente, se pasó por allí y adoptó un perro marrón que había sido abandonado en una carretera. El animal era grande, manso, de pelo largo, y rozaba con el hocico a quien le hiciera carantoñas. Esa misma noche le puso una manta vieja en la terraza para que durmiera fuera. A partir de entonces él no volvió a mencionar el tema de los hijos.
Al llegar agosto, él decidió irse al pueblo de sus padres para pasarlo allí con ellos, ella no podría acompañarlo porque le tocaba trabajar. El pueblo estaba muy alejado de la ciudad en la que vivían, en un lugar recóndito al que sólo se podía llegar por carretera. Cuando cerró la puerta al marcharse, ella sintió un escalofrío que le atravesó el estómago.
 En su primera noche sola, pidió comida china a domicilio para cenar. Solía hacer  el mismo pedido cuando estaban los dos. El perro la miró fijamente mientras ella comía viendo la tele.
Los días pasaban. El perro la esperaba sentado en la terraza justo detrás de la puerta  corredera que la separaba del salón. Arañaba el cristal con las patas delanteras nada más verla, y se le abalanzaba en cuanto la puerta abierta se lo permitía. Saltaba en torno a ella sin parar y le daba lametones.
Una tarde especialmente calurosa, mientras veía corretear al perro en el parque, se sentó bajo la sombra de un pino, cogió el teléfono y lo llamó. Hacía ya semana y media de su partida. El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Cuándo él le devolvió la llamada un rato después, ella estaba tomando algo en una terraza con el perro sentado al lado. Silenció el móvil y continuó saboreando la cerveza fría y las bravas.
Al llegar al piso dejó las llaves en el cuenco que había en el mueble del recibidor. Al lado tenían una foto de los dos entrando juntos al ático. Observó que ambos tenían una sonrisa extraña, que no era alegre ni falsa, y pensó que también era raro que no lo hubiera notado antes.
Pasó otra semana. Su vida era un ciclo que se repetía cada día de lunes a viernes. Trabajar, pasear al perro, cenar y dormir. Los sábados y domingos dormía hasta que el calor se lo permitía y después se refrescaba con la manguera en la terraza. No salía ni a la piscina municipal.
En una ocasión no pudieron dar el paseo habitual debido a una tormenta. Miró al perro que estaba tumbado en una toalla vieja que ella le había colocado en el salón. Golpeó dos veces con la mano el asiento del sofá, a su lado. El perro se subió al mismo por primera vez, apoyó la cabeza en su regazo, y la miró arqueando las cejas.
La noche siguiente el animal se acurrucó en el sofá sin que nadie lo llamara, mientras ella tomaba un helado y veía la tele. Cuando se fue a acostar, el perro la siguió y se subió a la cama, estirándose en toda su largura a su lado. Moviendo suavemente la cola abanicó sus pies hasta que ella concilió el sueño.
Algo caliente y húmedo en su frente la despertó horas después. El perro la estaba lamiendo a la vez que apoyaba la pata en su cuello. Al notarla despierta, el perro se inquietó, retiró su pata y comenzó a tocar con su hocico las mejillas de ella, moviéndolo arriba y abajo repetidamente, como si la estuviera olisqueando. Ella lo acarició en la cabeza y por detrás de las orejas con parsimonia, con actitud ausente.
Otra noche abrió la nevera para prepararse la cena. Los tomates frescos comprados esa misma tarde contrastaban con los restos de comida china que aún seguían ahí, putrefactos, abandonados en un lugar que no les correspondía.
Cuando terminó la ensalada de tomate, miró embobada la previsión del tiempo que siempre comentaba con él, a la vez que cogía maquinalmente el cojín que estaba a su lado y lo apretaba contra el pecho. Casi sin darse cuenta se encontró mordiéndolo con furia hasta rasgar la funda de tela. Lo tiró luego en mitad del salón y apagó la televisión. Todavía tenía hambre.

Un día antes que él volviera, ella le dejó una nota en el salón: “Me voy. Me llevo al perro. Ya vendré a por mis cosas.”
Dejó su maleta en el suelo al otro lado de la puerta, la cerró con llave y apoyó la frente en la misma. Le faltaba el aire. Cuando levantó la cafeza y la giró, vio el perro sentado en el suelo, que movía la cola mientras clavaba sus ojos marrones en ella. El ascensor tardó una eternidad en subir. Las puertas se zarandearon tanto al abrirse que parecieron desencajarse.


Feliz domingo

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