Ella comenzó a salir con él como quien se apunta al gimnasio,
para tener una vida más saludable.
Él deseaba crear un hogar. Su numerosa familia también lo
esperaba. Así lo comentaban todos, entre risas y bromas, cada año en las
comidas de navidad y en las celebraciones de cumpleaños. Él soñaba con una
pareja estable, que le ayudara a elegir los electrodomésticos, a decorar las
habitaciones del piso como si fueran de revista y a turnarse para conducir el coche
familiar en los viajes de verano.
Ninguno de los dos se preocupó demasiado en descubrir las
motivaciones del otro, ni qué objetivos tenían en la vida, aunque sus
necesidades, a priori, parecían complementarse. Ella anhelaba estar cerca de
alguien que la besara, una persona a quien abrazarse y con quien hacer el amor
cada vez que su cuerpo se lo pedía. Él buscaba una pareja que presentar a su
familia, que estuviera a su lado, sonriente y agradable.
No habían pasado dos meses desde que se conocieron cuando
ella se mudó a su piso. Se trataba una ático un poco viejo, con terraza y bien
situado, heredado de un tío-abuelo tres meses atrás, que con un lavado de cara
quedó listo para decorarlo a su antojo.
A ella le gustaba montar muebles de los que traen un manual
de instrucciones. Fueron la única pareja del centro comercial que no se peleó
el sábado por la tarde comprando mobiliario. Mientras él comprobaba que las
medidas de la estantería encajaban en el salón, ella calculaba cuántos libros
podrían colocar. La elección del color fue fácil. El marrón combinaba con las
cortinas y el sofá, algo que a él le parecía imprescindible y a ella le traía
sin cuidado.
Unos días más tarde surgió la propuesta de comprar un lavavajillas.
Él esperaba invitar a menudo a sus familiares a comer o cenar. También que en
unos años su descendencia ocupara las habitaciones de invitados. Ella bajó la
mirada y le escuchó sin articular palabra.
En una ciudad cercana, había una protectora de animales en
la que trabajaba una amiga de ella. El domingo siguiente, se pasó por allí y adoptó
un perro marrón que había sido abandonado en una carretera. El animal era
grande, manso, de pelo largo, y rozaba con el hocico a quien le hiciera
carantoñas. Esa misma noche le puso una manta vieja en la terraza para que
durmiera fuera. A partir de entonces él no volvió a mencionar el tema de los
hijos.
Al llegar agosto, él decidió irse al pueblo de sus padres
para pasarlo allí con ellos, ella no podría acompañarlo porque le tocaba
trabajar. El pueblo estaba muy alejado de la ciudad en la que vivían, en un
lugar recóndito al que sólo se podía llegar por carretera. Cuando cerró la
puerta al marcharse, ella sintió un escalofrío que le atravesó el estómago.
En su primera noche
sola, pidió comida china a domicilio para cenar. Solía hacer el mismo pedido cuando estaban los dos. El
perro la miró fijamente mientras ella comía viendo la tele.
Los días pasaban. El perro la esperaba sentado en la terraza
justo detrás de la puerta corredera que
la separaba del salón. Arañaba el cristal con las patas delanteras nada más
verla, y se le abalanzaba en cuanto la puerta abierta se lo permitía. Saltaba
en torno a ella sin parar y le daba lametones.
Una tarde especialmente calurosa, mientras veía corretear al
perro en el parque, se sentó bajo la sombra de un pino, cogió el teléfono y lo
llamó. Hacía ya semana y media de su partida. El teléfono estaba apagado o
fuera de cobertura. Cuándo él le devolvió la llamada un rato después, ella estaba
tomando algo en una terraza con el perro sentado al lado. Silenció el móvil y continuó
saboreando la cerveza fría y las bravas.
Al llegar al piso dejó las llaves en el cuenco que había en
el mueble del recibidor. Al lado tenían una foto de los dos entrando juntos al
ático. Observó que ambos tenían una sonrisa extraña, que no era alegre ni
falsa, y pensó que también era raro que no lo hubiera notado antes.
Pasó otra semana. Su vida era un ciclo que se repetía cada
día de lunes a viernes. Trabajar, pasear al perro, cenar y dormir. Los sábados
y domingos dormía hasta que el calor se lo permitía y después se refrescaba con
la manguera en la terraza. No salía ni a la piscina municipal.
En una ocasión no pudieron dar el paseo habitual debido a
una tormenta. Miró al perro que estaba tumbado en una toalla vieja que ella le
había colocado en el salón. Golpeó dos veces con la mano el asiento del sofá, a
su lado. El perro se subió al mismo por primera vez, apoyó la cabeza en su
regazo, y la miró arqueando las cejas.
La noche siguiente el animal se acurrucó en el sofá sin que
nadie lo llamara, mientras ella tomaba un helado y veía la tele. Cuando se fue
a acostar, el perro la siguió y se subió a la cama, estirándose en toda su
largura a su lado. Moviendo suavemente la cola abanicó sus pies hasta que ella
concilió el sueño.
Algo caliente y húmedo en su frente la despertó horas
después. El perro la estaba lamiendo a la vez que apoyaba la pata en su cuello.
Al notarla despierta, el perro se inquietó, retiró su pata y comenzó a tocar
con su hocico las mejillas de ella, moviéndolo arriba y abajo repetidamente,
como si la estuviera olisqueando. Ella lo acarició en la cabeza y por detrás de
las orejas con parsimonia, con actitud ausente.
Otra noche abrió la nevera para prepararse la cena. Los
tomates frescos comprados esa misma tarde contrastaban con los restos de comida
china que aún seguían ahí, putrefactos, abandonados en un lugar que no les
correspondía.
Cuando terminó la ensalada de tomate, miró embobada la
previsión del tiempo que siempre comentaba con él, a la vez que cogía
maquinalmente el cojín que estaba a su lado y lo apretaba contra el pecho.
Casi sin darse cuenta se encontró mordiéndolo con furia hasta rasgar la funda
de tela. Lo tiró luego en mitad del salón y apagó la televisión. Todavía tenía
hambre.
Un día antes que él volviera, ella le dejó una nota en el
salón: “Me voy. Me llevo al perro. Ya vendré a por mis cosas.”
Dejó su maleta en el suelo al otro lado de la puerta, la cerró
con llave y apoyó la frente en la misma. Le faltaba el aire. Cuando levantó la
cafeza y la giró, vio el perro sentado en el suelo, que movía la cola mientras
clavaba sus ojos marrones en ella. El ascensor tardó una eternidad en subir. Las
puertas se zarandearon tanto al abrirse que parecieron desencajarse.
Feliz domingoEtiquetas: intentos