recuerdo en el recuerdo
Una larga fila de turistas blancos pisoteaba la cresta de la
duna. En el corazón del desierto de Namibia, las dunas están compuestas sólo de
arena naranja fina, sobre un suelo desnudo cubierto nada más que de la misma
arena.
Como caprichos de la naturaleza, estos montículos se
presentan estables bajo un cielo de azul uniforme y estático, sin mancha,
coronado por el sol meridional africano. El grupo de viaje del que yo formaba
parte estaba compuesto por personas que no nos conocíamos de nada, más allá de
los acompañantes que voluntariamente cada uno había elegido. El azar y la
agencia que nos vendió el viaje crearon una familia temporal que duraría los 24
días de itinerario. Esa mañana, la actividad programada era subir la duna
conocida como “45” y ver amanecer desde allí. Como ovejas que siguen al pastor,
mi grupo y otros seguíamos la línea que separa las dos laderas de la duna,
manchando con los colores de nuestras vestimentas del primer mundo aquel paraje
que daba cobijo a las criaturas del desierto. Una vez bajamos, todos en la
misma fila que formamos al subir, nos dirigimos a un antiguo lago salado
próximo a la duna. Su suelo era blanco, duro, con grietas, sobre las que se erigían
los esqueletos de los árboles que el viento había respetado. Dicho suelo, el
naranja fosforito de las dunas que lo rodeaban y el azul cyan infinito del
cielo recreaban la imagen de un helado del corte de tres sabores al que
apetecía darle un bocado.
Me despegué del grupo, ya que la extensión del lugar de
visita me lo permitía, y sola caminé buscando la frontera del lago con la duna
del fondo. Una vez tomada cierta distancia, por escuché el sonido del viento
libre que allí corría. Un viento que no conocía fronteras y avanzaba y retro
cedía a placer según la presión atmosférica. Ya había escuchado antes ese
sonido, en un lugar lejano en el tiempo y la distancia. Ese susurro me trasladó
a las llanuras hondeadas de la mancha, en las que pasé los primero diecisiete
años de mi vida. De alguna manera, este viaje también era un retorno a mi yo
ancestral, al que escuchaba la naturaleza.
La cultura rural se inventa santos que ayudan a las cosechas
como excusa para comer, beber y hacer comunidad. El 25 de Abril, San Marcos, es
un día consagrado a la merienda con familia en el campo. Una hogaza de pan con
un huevo y un chorizo es el alimento top ventas que asegura los ingresos de los
panaderos ese día.
Mi madre nos llevaba a las 5 hermanas a donde mi padre
estaba trabajando ese día. Los parajes manchegos son llanuras salpicadas de
pequeños montículos de tierra roja, hierbas silvestres verde oscuro y piedra
gris que bordean los campos de cultivo de cereal, olivos y vides. En primavera,
el sol aparece ante las escasas nubes y da al cielo un color azul claro que
aporta el tono de paz acorde con la tierra. Todas éramos fruta de la unión
azarosa de células de esos dos adultos, que voluntariamente se unieron y
normalmente formábamos una fila ordenada por edad.
Ese San Marcos asentamos la manta que servía de mantel a la
sombra de una encina, en la ladera de un cerro rodeados de trigo y centeno en
crecimiento. Una vez habíamos comido, la animada conversación en familia sobre
el cole, los vecinos y la sequía bajó de volumen e intensidad. Así, aproveché
para alejarme un poco, caminé hacia el sembrado y a dos metros de llegar a éste
una ráfaga de viento me atravesó. El silbido de ese viento me enseñó en mi
infancia que hay sonidos naturales cuyo origen no es un ser vivo. Y me despertó
la curiosidad por conocer lugares donde los humanos aún no habitan.
- ¡Rosa,
ven aquí!
Esta llamada materna en mi recuerdo irrumpió en mi andadura
solitaria en el lago seco del desierto. Escuché aquí de nuevo mi nombre, con un
tono de sugerencia en lugar de imperativo, de la guía de nuestro viaje, que, a
fin de cumplir el timing de la jornada, nos recogía de nuevo hacia el camión,
el redil móvil que nos llevaría al siguiente destino del viaje.
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