jueves, 25 de octubre de 2018

Ella huyó hacia delante

Ella comenzó a salir con él como quien se apunta al gimnasio, para tener una vida más saludable.
Él deseaba crear un hogar. Su amplia y numerosa familia también lo esperaba. Así lo comentaban todos, entre risas y bromas, cada año en las comidas de navidad y en las celebraciones de cumpleaños. Él soñaba con una pareja estable, que le ayudara a elegir los electrodomésticos, a decorar las habitaciones del piso como si fueran de revista y a turnarse para conducir el coche familiar en los viajes de verano.
Ninguno se preocupó demasiado en descubrir las motivaciones del otro, ni qué objetivos tenían en la vida, aunque sus necesidades, a priori, parecían complementarse. Ella anhelaba estar cerca de alguien que la besara, acariciara, una persona a quien abrazarse y con quien hacer el amor cada vez que su cuerpo se lo pedía. Él buscaba una pareja que presentar a su familia, que estuviera a su lado, sonriente y agradable.
No habían pasado dos meses desde que se conocieron cuando ella se mudó a su piso. Se trataba una vivienda un poco vieja, grande y bien situada, heredada de su abuela tres meses atrás, que con un lavado de cara quedó lista para decorarla al gusto.
A ella le gustaba montar muebles de los que traen un manual de instrucciones. Eran la única pareja del centro comercial que no se peleó el sábado por la tarde comprando mobiliario. Mientras él comprobaba que las medidas de la estantería encajaban en el salón, ella calculaba cuántos libros podrían colocar. La elección del color fue fácil. El marrón combinaba con las cortinas y el sofá, algo que a él le parecía imprescindible y a su pareja le traía sin cuidado. Una vez chequeado que su biblioteca particular cabía en el mueble, ambos volvieron a casa satisfechos con su compra.
No tenían lavavajillas y él le propuso comprar uno. Esperaba invitar a menudo a sus familiares a comer o cenar. También que en unos años su descendencia ocupara las habitaciones de invitados. Su pareja bajó la mirada y le escuchó sin articular palabra.
El domingo por la tarde ella fue a la protectora de animales y adoptó un perro marrón que había sido abandonado en una carretera. El animal era grande, manso, de pelo largo, y rozaba con el hocico a quien le hiciera carantoñas. Esa misma noche le puso una manta vieja en el balcón para que durmiera fuera.
Llegado el primer fin de semana de Agosto, él quiso marchar al pueblo de sus padres para pasar allí el mes de vacaciones. A ella le tocaba trabajar y temió sentirse sola en el piso durante este tiempo.
 En su primera noche de soledad, pidió comida china a domicilio para cenar. Hizo el mismo pedido que cuando estaban los dos. El perro la miró fijamente mientras ella comía sola, viendo la tele, e ignorando al animal.
Los días pasaban. El perro la esperaba sentado justo detrás de la puerta de entrada y se le abalanzaba nada más cruzaba el umbral. Le daba lametones y saltaba repetidamente en torno a ella durante varios minutos.
Otra noche abrió la nevera para prepararse la cena. Los tomates frescos comprados esa misma tarde contrastaron con los restos de comida china que aún seguían ahí, en proceso de putrefacción, abandonados en un lugar que no les correspondía.
Cuando terminó la ensalada de tomate, miró embobada la previsión del tiempo que siempre comentaba con él. Cogió un cojín, lo apretó contra el pecho y lo comenzó a morder hasta rasgar la funda de tela. Soltando un gruñido, lo tiró en mitad del salón.
Hacía calor y la puerta del balcón estaba abierta. Miró al animal. Golpeó dos veces con la mano el asiento del sofá, a su lado. El perro se subió al mismo por primera vez, apoyó la cabeza en su regazo, y la miró arqueando las cejas.
La noche siguiente el perro se acurrucó en el sofá sin que nadie lo llamara mientras ella tomaba un helado y veía la tele. Cuando se fue a acostar, el perro la siguió y se subió a la cama, estirándose en toda su largura a su lado. Moviendo suavemente la cola abanicó sus pies hasta que ella concilió el sueño.
Algo caliente y húmedo en su frente la despertó. El perro la estaba lamiendo a la vez que apoyaba su pata en el cuello de ella. Al notarla despierta, el animal se inquietó, retiró su pata del cuello y comenzó a tocar con su hocico las mejillas de ella, moviéndolo arriba y abajo repetidamente, como si la estuviera olisqueando. Ella lo acarició en la cabeza y por detrás de las orejas con parsimonia mientras lo miraba a los ojos.

Un día antes que él volviera, ella le dejó una nota en el salón: “Me voy. Me llevo al perro. Ya vendré a por mis cosas.”
Salió, cerró la puerta con llave y apoyó la frente en la misma. Cuando la levantó, vio al perro, que sentado en el suelo movía la cola mientras clavaba sus ojos marrones en ella. El ascensor tardó la eternidad en subir, las puertas se zarandearon tanto al abrirse que parecieron desencajarse.

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